La vida del tejedor no es siempre un camino de rosas, y quien piense que detrás de cada pieza no hay más que un ovillo y un par de horas para matar el aburrimiento es que nunca ha cogido un par de agujas.
Además de complicadas técnicas, horas de esfuerzo, muestras, pruebas, cálculos y remates, una vez terminada una pieza por lo general hay que plancharla para darle su forma y tamaño definitivos —o incluso, llegado el caso, "matarla"—, porque la lana tiene memoria y no queremos que se deforme en el futuro.
Y a veces, no siempre, te encuentras obstáculos por el camino. Pueden ser nudos en el hilo, tintadas diferentes, agujas que se rompen, enganchones, ... O también pueden ser
lanas que destiñen, aunque las hayas tratado con sal y vinagre para que se fije el color, y que solo te des cuenta una vez terminada la pieza, cuando te estropean cuatro toallas del ajuar materno para disgusto de la progenitora en cuestión, que opina que su hija está mal de la cabeza por dedicarse a estas cosas.